27 abril 2024
27 abril 2024

¿Cuánto cuesta robar 33 años de una vida?

Beniamino Zuncheddu (X)
Beniamino Zuncheddu (X)

Entretenidos, como estamos, entre amnistías y otras espumas, flores políticas de hoja caduca, descuidamos la atención sobre historias mucho más trascendentales, porque afectan a la vida real de las gentes, y en ocasiones desgarradoras. Tropiezo en las últimas horas con la de un compatriota, a quien el ‘sistema’, en forma de error judicial, arrebató 33 años de su vida. Beniamino Zuncheddu, un antiguo pastor sardo, ha pasado los últimos casi siete lustros de su vida en una celda acusado en 1991 de un triple crimen que sólo ahora, al haber sido retiradas las pruebas en su contra, el Tribunal de Apelaciones de Roma ha considerado probado y demostrado que nunca cometió. 

Se trató, ‘tan sólo’, de la manipulación de un agente de policía que indujo al único testigo de la matanza, Luigi Pinna, yerno de una de las víctimas, a declarar en contra de Zuncheddu. “Me equivoqué”, ha acertado únicamente a balbucear el mentiroso, más de tres décadas después. Así de simple… así de brutal. 

“Me lo robaron todo”, ha declarado con bastante más sustancia, la víctima de este calvario, Beniamino Zuncheddu. “Quería tener una familia, construir algo, ser un ciudadano libre, como los demás. Hace treinta años era joven, hoy soy viejo. Al menos, mentalmente, descansaré”. 

El amor vence siempre al odio… aún en las peores circunstancias

“No siento odio”,  repite este pobre hombre, “porque los jueces cometen errores”. Me permito añadir que, aunque fuera posible jurídicamente, jamás habría dinero suficiente en el mundo para poder resarcirle de los doce mil días de tortura que sufrió. Me parece, sencillamente, increíble. No soy capaz de imaginar qué pasaría por mi cabeza si yo mismo, o alguien de mi entorno más querido, sufriera un trance similar. Este anciano pastor aún guarda fuerzas, eso sí, para expresar gratitud hacia su pueblo, Brucei, hacia sus familiares y hacia el Partido Radical que, según explica, nunca le abandonaron. 

Si en cambio le abandonó, y le criminalizó, sin motivo alguno, el sistema judicial, la policía y con toda seguridad millones de dedos acusadores que aquel aciago día de 1991 le apuntaron de forma inquisitiva y contibuyeron a que diese, injustamente, con sus huesos en una celda. A todos les resultó más sencillo atribuir aquel triple crimen a las rencillas propias de los pastores de la zona y ‘enfocar’ a quien creyeron, seguramente, más vulnerable para en un rápido proceso judicial ‘enterrarle’ en vida y continuar con sus miserables e interesadas existencias, sin más tiempo que perder. 

¿Errores judiciales… o inquisidores en potencia?

Sin poder evitarlo, ha vuelto a mi cabeza una excelente serie de Netflix estrenada en 2021 y protagonizada por el siempre eficaz Mario Casas, El Inocente. Se trata de una fiel adaptación, a cargo del director Oriol Paulo, de la obra del escritor Harlan Coben, y narra el calvario de un tal Mateo Vidal, encarnado por Casas, que da con sus huesos en la cárcel acusado de la muerte de un conocido, Dani. Un crimen del que tampoco era responsable. En este caso, la desventura del protagonista viene marcada por la sed de venganza de un padre desquiciado dispuesto a todo y para vengar el asesinato de su hijo… incluso a encerrar durante años a un inocente. Un padre para quien la verdad no supone inconveniente alguno, con tal de saciar su sed de… ¿justicia? ¡Cuán frágil y miserable es, a veces, la condición humana. 

En el supuesto planteado por la novela y su adaptación televisiva el drama se retuerce aún más porque en la prisión, para defenderse de una paliza, el injusto culpable mata en una pelea a otro recluso, al arrojarle por una barandilla. El miserable acusador, padre de la primera víctima, aprovecha esta vuelta de tuerca del destino para justificar, a posteriori, el error de encarcelar a Mateo, atribuyéndole la predisposición y la naturaleza real de un asesino. ¿Les parece increíble? Pues aunque los siglos hayan ido enterrando los oscuros tiempos en los que las denuncias anónimas y los juicios de intenciones, que no de hechos, marcaran los actos de la Inquisición, la condición humana no parece haber mejorado mucho. 

Recuperando historias de la vida real, estamos ante pesadillas mucho más frecuentes de lo que pueda imaginarse. Recuerdo la historia que me narró una persona con la que trabajé hace algunos años. Uno de sus mejores amigos, un hombre joven de no más de 30 años, se había visto involucrado en una aleatoria pelea grupal durante las fiestas de un pueblo de Madrid. La causa de una discusión fue completamente absurda: uno de ellos, o eso se dijo, había insultado a la novia de otro. El chico, que tenía una familia y un trabajo absolutamente ‘normales’ y jamás se había visto involucrado en pendencia alguna, propinó a otro un puñetazo en la nariz, en legítima defensa, con tan mala fortuna que se la rompió. Fue denunciado y condenado a ocho meses de cárcel que cumplió, al término de los cuales salió convertido en una persona completamente diferente y con un trauma horrible del que nunca se ha recuperado. En este caso, el protagonista era culpable aunque su condena tal vez fuera desproporcionada, pero sirva lo narrado para hacernos reflexionar sobre la fragilidad de nuestro camino vital: el infortunio o qué sé yo, puede esperarnos a la vuelta de cualquier esquina.

¿Estados de Derecho? ¡Ja, ja…!

Volviendo al caso de Beniamino Zuncheddu, en Italia se han producido en los últimos 32 años 30.778 víctimas de errores judiciales. Los datos, suministrados por el portal Erroresjudiciales.com, son escalofriantes: tres personas son detenidas de forma injusta cada día. ¡Inadmisible en cualquier Estado de Derecho digno de tal nombre!

Mi pregunta en este punto es muy sencilla: ¿quién se hace responsable ahora de truncar una vida en plenitud? ¿En qué forma resarcir a un hombre al que se priva de libertad durante lustros? Por elevada que fuera la cantidad, si es que la víctima pudiera ahora exigir responsabilidades al Estado italiano, el tiempo es un bien fungible, y nadie puede devolverle a aquellos días de 1991, malditos para él, en los que tenía un montón de sueños, ilusiones y un proyecto de vida… y un malvado policía, acompañado por un fiscal y un juez negligentes, se los truncaron para siempre. 

No creo tampoco que le aliviara que, 33 años después, estos funcionarios fueran condenados por el daño causado. ¿De qué serviría a estas alturas?

¡Pobre  Beniamino y pobres de nosotros, que jamás tendremos la certeza absoluta y menos aún la inmunidad que nos proteja de estos crueles guiños del destino que, sin haber hecho nada para merecer tamaña desgracia, pueden arruinar nuestra existencia para siempre cuando más confiados estemos!